Llegar a Marrakech es unirse a la tradición centenaria de nómadas y comerciantes que llegan desde todos los rincones del Sahara para vender sus alfombras, tejidos, cueros y platería. Adentrarse en Marrakech es dejarse llevar por las multitudes a través de zocos laberínticos para perder, siempre, el sentido de la orientación. Caminar los callejones estrechos de la apretada medina de Marrakech es una prueba de habilidades que incluye esquivar burros cargados de mercancías, insistentes vendedores de alfombras, médicos tradicionalistas o herboristeros, zapateros, encantadores de serpientes, dentistas con frascos llenos de dientes, monos amaestrados y adivinadores de la suerte.
El corazón de Marrakech late en la plaza Jemaa el Fna: un auténtico
teatro callejero que no se ha interrumpido desde el año 1050, época en
dónde las ejecuciones públicas le otorgaron el nombre de "asamblea de
los muertos". Custodiada por el minarete de la mezquita de la Koutoubia,
Jemaa el Fnaa sólo detiene su frenético ritmo cuando el muecín (el
encargado de recitar la oración cinco veces al día) llama a los fieles a
orar desde lo alto del minarete. El espectáculo en la plaza estalla
cuando baja el sol, momento en el que llegan centenares de cocineros con
parrillas y cocinas a cuestas para armar, cada noche, la mayor cocina a
cielo abierto del mundo. Jemaa el Fnaa humea y perfuma cada noche con
aroma a especias, mientras los puesteros se disputan los comensales y
turistas con las frases más ingeniosas, y en todos los idiomas
imaginables. Marrakech te engaña, te desorienta, te marea, te aturde, te hiponotiza y te cautiva. Bienvenidos a la caravana marroquí.